ROJO
Por Iguana Blanca
Esta es la historia de una niña
que conoció a un cardenal…
Aquel día, la niña danzaba alegre
entre las flores, con sus pies descalzos pisaba las secas hojas otoñales que se
revolvían en torno a ella elevándose hacia el cielo. Le gustaba jugar sola,
charlar con el viento, comerse la belleza de las violetas con los ojos, correr
sin dirección, extender los brazos y sentir el calor del sol, le gustaba
también perseguir a su eco y quedarse siempre a un pasito de atraparlo. Cuando
las horas avanzaron, decidió tomar un descanso bajo las nubes que griseaban la
tarde.
Se recostó sobre la verde alfombra
de la naturaleza y cerró sus ojos, seducida por el sueño infantil. Así fue como
llegó… Silencioso como un desierto, sin aviso ni reverencia, posó blando sobre
su pecho, con la suavidad de un pétalo, haciendo sentir a la niña su presencia
apenas notable.
Lentamente, ella abrió sus ojos
de nuevo, alzó la cabeza sobre su cuello y pudo verlo. Era su acompañante, una
inesperada manchita escarlata que se ceñía contra su corazón…
- Rojo - Dijo la niña en un
susurro.
Con pesar, su acompañante alzó su
cara hacia ella, mirándola fijo con sus ojos oscuros.
- ¿Quién eres? - Preguntó la
pequeña con curiosidad.
Y el visitante se puso de pie.
Era tan pequeño, que cabría en una mano, pero su percha era imponente.
Con su voz como un canto
respondió.
- Yo soy el ave que cuida los
robles… Soy una lágrima de sangre derramada por nuestro cielo… Soy el que
anunció a nuestros antepasados el nacimiento de la serpiente emplumada… Soy el
que canta en silencio… Yo soy el cardenal -.
No era el ave más bella que había
visto ella, pero si la de mayor presencia. De fino plumaje rojo, con un antifaz
negro brillante cubriendo su rostro, pico chato, y un tocado en su cabeza que
se posaba como si fuera un pequeño penacho.
- ¿Qué haces aquí? -.
- Me he perdido, estoy lejos de
casa, tuve que huir de aquellos que son más grandes que tú… Ayúdame a volver a
mi hogar -.
La niña se incorporó tomando al
ave entre sus manos.
- Estás herido – dijo observando
su alita rota. – Voy a curarte, después hallaremos tu hogar-.
…
Así fue cómo surgió su amistad.
En las semanas que le tomó sanar al ave, la niña escuchó atenta las historias
que le contaba el cardenal. Le habló de extensos y verdes parajes, de árboles
tan altos que podían tocar el cielo, de otras aves, de reptiles, de insectos y
demás animales.
Por ello su entusiasmo era grande
el día que tomó al ave para llevarlo de regreso a casa. Largo fue el camino que
recorrieron a pie, pero la niña sonreía con las alegres anécdotas que le seguía
narrando el cardenal. Hasta que finalmente… Llegaron al lugar…
Fue como quedarse congelado en el
tiempo. La desolación que azotaba el paisaje hubiera desalentado al más
entusiasta de todos, no había nada de lo que las historias del ave contaban,
solo polvo negro y cenizas cubriendo la tierra, no se escuchaba el sonido de
ningún animal, no se veía el verde de ninguna planta, los árboles que tocaban
el cielo no estaban ya. Y al fondo se escuchaba tan solo el agua del río que
chocaba contra las piedras, y que sonaba como el mismísimo lamento de la
naturaleza.
La niña se quedó de pie
petrificada por un instante. Cuando reaccionó, no tardó en voltear a ver al pequeño
pajarito que descansaba entre sus manos... El cardenal había cerrado sus ojos
para siempre, de su rostro diminuto escurría una solitaria lágrima que
encerraba todo el dolor del mundo.
Al pie de un solitario árbol de
amate que había logrado sobrevivir depositó bajo tierra el cuerpo del cardenal,
y con sus ojos envueltos en llanto la niña se prometió así misma reconstruir el
hogar de su amigo. – Si el hombre pudo destruir algo tan grande, el hombre
puede construirlo también -, pensó.
…
Cada día, del resto de su vida,
la niña volvió a ese lugar y sembró un árbol a la vez, y vio como conforme ella
crecía, ellos también. La niña creció y se hizo mujer, transmitió la costumbre
a sus hijos, y se encargó de que ellos hicieran lo mismo con sus nietos. Así
con el paso del tiempo, el bosque fue naciendo de nuevo. Aquella niña que ahora
era una anciana lo había logrado, así lentamente, un árbol cada día, árboles
que al crecer depositaban sus frescas semillas y generaban nueva vida. El verde
volvió a dominar el paisaje, los insectos de colores volvieron a habitar aquel
lugar, el canto de las aves migrantes se volvió a escuchar, la vida había
retornado, el bosque había vuelto a nacer.
Aquella niña se despidió de este
mundo cuando tenía ochenta años. Fue a entregarse al bosque, a su bosque, ahí,
entre los nuevos robles que se erigían como pilares de la Tierra, dejó que el
viento se la llevara con él. Fue cuando lo vio, una luz muy brillante y de ella
el sonido de un canto que nunca olvidó, pudo verlo, llamándola, invitándola al
feliz reencuentro, su viejo amigo, el cardenal…
…
Cuentan que aun hoy en día se les
puede ver y escuchar caminando entre los árboles. Una niña de dulce sonrisa,
que corre y danza al ritmo del canto de una pequeña ave roja que siempre vuela
a su alrededor, son los guardianes del bosque, son el canto que recuerda a los
hombres que también pueden dar vida a la Tierra, un árbol al día, una semilla a
la vez.
FIN
El texto que acabas de leer es un estracto de un cuento que pertenece a una compilación de cuentos para niños de Iguana Blanca, próxima a ser publicada. Tus comentarios ayudan a enriquecer esta obra que pronto verá luz, y que procurará dejar un mensaje de conciencia en los más pequeños.
IB
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