EL PECADO
Por Iguana Blanca
Desdichado aquel que despierta de su letargo
para ser flagelado y castigado,
torturado a golpe seco de verdugo torpe,
cuando ya en su cuerpo corren venas sin sangre,
tan solo un tóxico aire
navegante, flotante como un magre
asesinado de repente con certero golpe,
así perece aquel que escucha su llamado,
proveniente de las luces de la noche que se prenden sobre el gas del fango.
Tan solo pena a quien responde a ese llamado,
a su sonido magro a su sonido groso,
el llamado de la soledad,
de esa soledad que es deseada
de esa soledad amada
y su sutil sabor a todo y nada,
de amor a la mediocridad,
de mediocridad oculta tras mi rostro nada decoroso,
despalmado… humillado… degollado.
Y así me desvanezco,
con el sonar de su letal silbido
caigo inerte al precipicio,
no hay clamor en derredor
ni murmullo seco desde mi interior,
tan solo queda el sueño que estimula mi dolor,
me precipito loco al verlo sobre aquel resquicio
para alcanzar tan solo el roce de su sombra que se ha ido,
de nuevo escucho su sonido… y perezco.
Y con un soplo del infierno
me levanto envenenado,
con los ojos en la luna y la mano en la garganta,
tambaleante y sin sentido marcho,
voy y vengo a lo largo y a lo ancho
y ante su sombra majestuosa mi sereno cuerpo agacho,
y a sus pies me cubro con su suave manta,
tejida con el hilo que se enrosca en el carrizo de mi pasado,
ese que hoy se desdibuja lejos en este barco de avance lento y de camino eterno.
Y en ese suelo
enrosco mi cuerpo y me revuelvo en sueños,
los sueños más negros y los sueños más grises,
pesadillas dulces para aliviar el alma,
el dolor de mil cruces para ganar la calma,
esa calma que parece solo poseer la palma
cuando la mece el viento en las tardes infelices
paciente y triste navegante firme entre su mar de ensueños,
tan alta ella… pero incapaz de alcanzar el cielo.
Despierto pero no quiero,
me recuesto pero no puedo,
abro los ojos pero no hay nada,
los cierro de nuevo y se me abalanza,
una cruz en su mano y en la otra una lanza,
atraviesa mi cuerpo, crucifica mi alma y me mira con gran templanza
su boca mece, no escucho nada, tan solo el eco de su carcajada,
rendido poso y a sus pies me quedo,
de mi camino borra todo sendero.
Morfeo, ¡Oh Morfeo!
libérame de este sueño,
flagrantes risas mi pensamiento acallan…
En mi letanía el recuerdo de una canción asoma,
por su suerte, no por su razón ha perdido su aroma
mató su corazón y así ha perdido su aroma…
me alzo y miro su faz canalla,
no es un sueño
y no es Morfeo… no es Morfeo…
Me toma y me lleva con mil azotes,
camino perdido, sin rumbo, vacío,
en lo alto un canto y me veo sorprendido,
desde abajo llamas, mi fuego, mi crematorio,
vueltos mis pies cenizas, mi llanto mi purgatorio,
azoto al suelo mis santos, maldigo mi adoratorio,
lanzo mi mano al pecho, mi pecho encendido,
refulgente relámpago lleno de hastío,
alzo mi voz y asesino ese canto, su canto, el canto de tecolotes.
Y ahí, ¡Sí!… Ahí… Ahí… Ahí…
Con la mano en pecho
y frente a un muro viejo,
con rodilla al suelo y con mirada en duelo,
se me grita y se me exclama en mi penitencia de alma,
con su gesto gris y por su mano helada
alzo al norte la mirada,
mi mirada desahuciada,
y con un suspiro de ardiente aliento
me retuerzo y digo esta verdad al viento…
Reconozco que he pecado… Y que seguiré pecando.
IB